LA MUERTE DE MARÍA
PÉREZ
I
Colindando la finca del Cedro,
por el camino que conduce a la casa de Gustavo Osorio, hijo de Herminia Osorio,
está una depresión muy resbaladiza, la llamábamos el “Callejón del Cedro”.
Lugar fecundo de cigarrones que sobrevolaban su hogar en manadas de zumbidos sonoros
y amenazadores, surcaban el éter del siempre ignoto jardín paradisíaco. Hábitat
de cientos de árboles que luchaban en eterna, impregnación de fototropismo para
garantizar su existencia, azahares que crecen en axilas de hojas, garantías de
intensas fragancias, envidia del perfume de Patrick Süskind, sin la esencia trece.
Dulces naranjas que sólo serán saboreadas por el picoteo de las aves trinadoras
de calderones sin pausa y redondas alargadas por la felicidad eterna; heliconias
aves del paraíso que muestran su belleza
espigoza y dorada; orquídeas multivariadas de relaciones micorrizas de intensa
actividad por lo que el sustento de su exuberante hermosura está garantizado
por su mutualismo expreso; bromelias (guinchos) en particular la epifita clavel
del aire cuyas brácteas regalan a la depresión encanto edénico; palmas que
regionalmente denominamos lucateva de hojas anchas acanaladas usadas para construir
impermeables techos de casas, materia prima para la fabrica de sestas
portadoras de comida y recipientes para la recolección de cosechas; helechos,
los trepadores jazmines de abrazo mutualista para acaparar la atención de las
aves hacia el árbol que lucha por las alturas en búsqueda de royos de sol;
protegidas por Hespérides escarlatas o negros que dialogaban con zumbidos
fantasmagónicos de plena conciencia ecológica. El agua fluía con libertad en
los múltiples aventamientos, cristalina y potabilizada por filtros telúricos, escucharlos
es caricia musical, de ellos recolectaba María Pérez la que llevaba a casa en
ánforas de barro o de totumo. Nunca conoció las tuberías metálicas, sólo las de
Guaduas. El jardín crecía salvaje, en sin
igual vestido de belleza y luces florales. Envidia para cualquier floricultor
de Invernaderos. Es imposible describir con
exactitud y detalles como la naturaleza ha proporcionado al trópico de lugares cargados de tanta fauna y
tanta flora.
II
Rondando el fecundo jardín, estaba el conuco propiedad
de Arecio Alviarez, una pequeña parcela de tres
hectáreas aproximadamente, dedicada a la agricultura en pequeña escala, con
técnicas rudimentarias, para la producción de subsistencia, la cosecha, muy poca,
se utilizaba para el consumo del núcleo familiar y la cuota parte que
correspondía, según el acuerdo, al dueño de la tierra. Los cultivos rodeaban una vivienda de bahareque
con techos de palma. Esta casa,
llamémosla así, estaba habitada por la señora María Pérez, de setenta años de
edad, y sus dos hijos de partos añosos: Carlos Pérez y Rosario Pérez, no hay el
apellido del padre por haberse ausentado voluntariamente y desaparecido de la
memoria familiar, salvo cuando vino a procrear a Carlos sobre un montículo de
gramíneas yaraguá mientras, que de él comían sin descanso el ganado vacuno y
caballar, María Pérez supo desde el éxtasis que había quedado preñada, se
orientó del bamido de los toros y porque,
acto seguido, saltaron a sus féminas. Rosario, desde su nacimiento, marcó dependencia
por presentar retraso cognitivo, tenía dificultades para comunicarse gestual y verbalmente, no brinda un sonrisa
que anelaba la permanente mirada maternal, no señalaba los muñecos de trapo o
carritos hechos con tuzas de maíz, no jugaba ni imitaba sonidos, iempre
indiferente a la voz y roce de la madre.
Adolescente ya, no adquirió habilidades de comunicación, su mutismo
innato solo era alterado cuando visitaba el Callejón del Cedro cuando
acompañaba a su mamá a traer agua para la cocina, no aprendió las mínimas
tareas del cuidado personal, sólo aprendió a llorar y esto era suficiente para
su mamá, por cuanto ahora tenía un mecanismo de comunicación para cuando le
doliera algo, no era realmente un llanto era más bien un aullido, un signo de
desaprobó a su incapacidad, sin embargo para María Pérez su hijo se estaba
esforzando por comunicarse y decir que entendía las cosas sencillas de la vida,
sin sentir miedo por el porvenir. Tal vez por eso, como es natural, era su adoración.
III
Las madres conducen su amor, neurológicamente están
preparadas para ello, hacia los hijos menos exitosos, y Rosario acaparaba toda
su atención; la acompañaba o hacía que estuviera a su lado todo el tiempo, por
sobreprotección no permitía que Carlos, el mayor, lo llevara de paseo, a pesar
que él nunca se sintió denostado por la condición específica de Rosario. Así
que Rosario creció en la más extrema y salvaje dependencia. María Pérez todos
los días le asaltaba las dudas respecto al futuro de Rosario, donde vivía
rondaba la seguridad de la soledad, y así
lo sentía, cuando por algunos momentos no lo tenía en su visión
inmediata, aceptaba con certeza que estaba bien, aún así las primeras eran
mayores que las segundas. A Carlos le correspondió
por fuerza y por amor trabajar duro para poder alimentar a su anciana madre y a
su minimizado hermano. Ella estaba tan absorta en su propio dolor y en el de su
hijo Rosario que nunca logró ver la tristeza de Carlos, sin embargo le
recompensaba con el lavado de la ropa, la cena servida cuando llegaba de
ganarse el salario, ganarse el jornal. María Pérez aún enclenque por el peso del sufrimiento se
esforzaba en atenderlo.
IV
Carlos nunca supo, además para que le servía, que la
palabra salario tomó ese uso ligústico, porque en el comienzo de la historia
del pago por servicios prestados de mano de obra se cancelaba con sal. Sodoma y
Gomorra, ciudades sacrificadas y sacrilegiadas por poseer como riqueza minas de
sal y el arte para hacerla apta para el consumo humano. El Salario que obtenía
Carlos por sus servicios de fuerza bruta, de eso si estaba claro por
experiencia directa, que era en extremo precario, no salario de pobreza, este
vocablo no puede ser aplicado, pues se entiende como la carencia de recursos
para satisfacer las necesidades, ¿Cuáles necesidades? ellos no habían tenido la
oportunidad de crearlas, vivían satisfaciendo las que la naturaleza les había
dado; las innatas.
Y, como ya se dijo, de la producción del conuco no se
vendía nada, así que aprendieron a comer solo lo indispensable para sostenerse
vivos, de vez en cuando un turca cazada por la piedra lanzada velozmente con
una cauchera, o una ardilla que se alimentaban de naranjas cuyo peso en carne
solo es risorio para alimentar a una persona, y hacían que alcanzara para tres;
también cazaban palomos salvajes con un pegamento extendido en las ramas de los
árboles que visitaban, dos o tres alcanzaban para una buena ración, pero la
naturaleza misma de los animales, ellos creían que un hada maligna, hacían que
alejaran, la fiesta se armaba en casa cuando en el pegamento caía una
guacharaca.
V
Tanta es la influencia que un hijo con limitaciones
ejerce sobre los padres, cuando son responsables, que prolonga la vida y sus
capacidades para ayudarle hasta el fin, casi el fin del minusválido, con María
Pérez, la excepción tuvo su presencia.
María Pérez, poco a poco, a causa de sus dolencias y
edad, fue enclaustrándose, solo salía de su cuarto para alimentar a su hijo
Rosario. Carlos entendía ese comportamiento, con el alma desgarrada. Sabía que
se iba poco a poco, ya sólo se levantaba par asir a su hijo menor. No se
acostumbraba ir al médico, aunque, si se consultaba a Don Modesto Casanova, que
con sus habilidades en el manejo de las plantas medicinales, le infundía
relámpagos de vida, con hierbas cortadas en su propio conuco. Por cinco años,
sus músculos y coyunturas atrofiadas por su calma angustia, sólo volvían a
tener movilidad temporal, cuando Anselmo
Chacón, un sobandero, en esta época se le hubiera llamado terapista, le
visitaba por confortarle con algunos masajes.
VI
No podían
llevarla al pueblo, ¡eran muy pobres!, el único lugar techado al que
tendrían acceso era el hospital las
Mercedes, que además poseía una pequeña farmacia de auxilio a la pobreza, y
ésta, por la indolencia de los gobiernos de turno y por administraciones
indecorosas, iba desapareciendo.
Cronos dijo no más, y el arcano tiempo marcó la hora.
Desesperado Carlos, en plena noche y con la tierra vestida de escarcha de
neblina, decidió buscar a papá que habitaba, en ese momento, la casa de la
finca del Cedro, a tan sólo dos
kilómetros.
─Don Waldino, Don
Waldino, ─ gritaba Carlos, ahogado por la angustia.
─Don Waldino,
levántese, mamá se nos muere.
─Ya voy Carlos. Gritó
papá, ─para asegurar que la lluvia, que caía en el techo de zinc, no opacara
sus palabras.
─Sotelia levantase y
háganos café, y acompáñame a donde María Pérez, que tiene la pelona cerca. ─Pelona:
es el signo local usado para la muerte.
─Ya voy Waldino. Se
levanto mamá, hizo el café, que ella misma tostó ese día, preparó una vianda,
con yuca sobrante del día anterior, cuajada, un poco de boruga, y salieron de
la casa. ─Carlos esperó en el sardinel
del patio, aterido de frio.
─Buenos días Carlos.
Saludo el matrimonio al unisonó.
─Mamá se nos está
muriendo. ─dijo Carlos, con voz entrecortada.
─Dios sabe lo que
hace. Comento doña Sotelia.
─Carlos que deseas
que se haga.
─Llevarla al hospital.
─Así se hará. ─para
llegar al hospital había que recorrer, aproximadamente quince kilómetros, por
caminos tapados por la maleza que tanto crece en tiempos de lluvia, y por
caminos trillados por las recuas, las alpargatas y las botas de caucho, y destruidos por el agua.
─Carlos ve buscar a
los Chacones. ─sentenció papá.
VII
Los
Chacones es una familia numerosa, con muchos hijos varones, prestos siempre al
auxilio, y eran los primero avisados por cuanto se disponía, en el acto, varios
hombros para cargar. Esta familia vivía cerca de Colón, buscarlos ida y vuelta
llevaría unas tres horas. Aparicio, Jorge, Alejandro, Israel, Silvestre, Luis,
Juan María, Maximiano, llegaron a casa de la enferma como a las seis de la
mañana
─Mientras usted los
busca, yo cortaré las varas de palo negro y bejucos de amarra y haré el chinchorro:
─una estructura artesanal, se arma un rectángulo con guadua, con sobrantes a
los extremos, donde van los hombros de los cargadores, el rectángulo debe ser
acorde al tamaño de la persona, se forra con cañabrava seca, por lo liviana y
maleable, o bejucos tejidos, se cubre
con tres o cuatro arcos de vara negra, para que sostengan el impermeable
hídrico, plástico transparente; como aislante de la cañabrava, se hacia una
angonal, fabricado con hojas secas de las matas de guineo, unos cien rollos pequeños de dos centímetros
de diámetro, juntados en serie, con una cabuya de fique o bejuco delgado, luego
cortados por los extremos acorde al ancho y largo de la estructura de cañabrava
donde va el enfermo a trasladar. Tomaba la forma de un colchón. Así también se
hacían los colchones en tiempos más lejanos, antes que llegara la gomaespuma.
VIII
Mamá entró, a
la lóbrega habitación que lucía la más extrema vestimenta de pobreza, donde
estaba María Pérez, el olor nauseabundo a orines almacenados por largo tiempo
en una bacinilla de peltre, mezclado con los olores de cuerpos poco
acostumbrados al baño diario, hizo que retrocediera para no zaherir a Carlos
con su gesto vómico. Sintió que se le habían palidecido los tintes de su nunca encarminado semblante.
Hay que estar en un ambiente de pobreza, pensaba mamá para su interior, para entender como ésta consume vertiginosamente
toda voluntad de estética externa. En visitas anteriores había notado que no había
toallas; cuando se bañaban, dejaban que el sol o el húmedo aire secaran sus
cuerpos, de ahí el olor que tenían, característico de los hongos que se desarrollan
en las axilas y en la entrepierna;
en algunos días de la
semana; María Pérez, cuando la enfermedad le daba tregua, ofrecía el servicio
de lavado de ropa y lencería, a brazo tendido, pues aún no se habían inventado
las máquinas de lavado, cansada llegaba a su casa sin la voluntad para lavar las
sábanas que se encargaban de ocultar, en parte, su pobreza extrema.
Mamá
reintentó la entrada a la habitación, su cerebro acostumbrado a improperios avatares
del diario vivir, ya se había preparado, in simultáneo para soportar los aromas
enervantes que expelía los habitantes de la humilde morada. Miró, para retomar
fuerzas, hacia el único ojo siniestro de la recamara. Se dio cuenta, que por
él, sólo lograría ver la sombría oscuridad de la lluvia. Neblina y más neblina.
Esta búsqueda de apoyo para continuar en su inquebrantable decisión de ayudar al que había pedido ayuda logró
que callera en profundo y mustio silencio. Calentó agua, en las topias en las
que la otrora llama, ausente por días, traía alegría a la casa. Limpió,
frotando el cuerpo de la enferma toldado por las escamas del desaseo con una
toalla humedecida con agua y jabón de tierra.
IX
Preparó
alimento: cambures y apios cocidos, para los que llevarían a María Pérez al
hospital del pueblo por tan agrestes caminos. Rosario comió de las manos de
mamá, no entendía lo que ocurría, porque se la llevaban, nadie se hacía cargo
de él, no era fácil, aceptar esa responsabilidad era equivalente a cuidarlo
como al niño que era, y, que fue criado para tener una madre eterna. A mamá, le
pareció, que Rosario estuvo al lado de su madre, por el tiempo en que ella se
postró es su deteriorado catre de cañabrava y guadua, la inmundicia de su ropa
mostraba copioso sangramiento a la altura de sus rodillas. Estuvo de hinojos, aunque
no supiera, por su aislamiento, que el amor de su madre ya había sido
impíamente embalsamado. El no entendía, era evidente, aunque se notaba que sus
obnubilados ojos transitaban abismos. Simas por donde se conserva por siempre
la tristeza y el llanto de hombres, en
tiempo transcurrido, que aún continúan siendo niños pálidos, marchitos,
melancólicos y frágiles.
X
María
Pérez, musitaba casi inaudible, que no abandonaran a Rosario, después que
alguien, no se quien, le hizo la promesa, aceptó sin terror, la inevitable
cercanía de la muerte. Se llevó al
hospital las Mercedes y descendió dos
días después. El velatorio fue en la casa municipal, destinada para tales
fines, se compró la mortaja, con el dinero de la colecta a todos los vecinos,
ésta siempre la hacían los Chacones, y se enterró en el cementerio, sin urna,
sólo se usaba mortaja, en un lugar cualquiera, la dirección se desdibujo de la
memoria; pasó al olvido.
Sólo para dejar
constancia, registro acá que en otra región cercana a la de la historia, había
otra numerosa familia; los Jaímes, emparentada, por matrimonios con los Chacones,
que también ayudaban a los que necesitaran traslado en hombros. Nunca cobraron
dinero por este vital servicio.